Vivienda formal: el mejor mecanismo de prevención frente a fenómenos naturales

Informe Económico de la Construcción – IEC 90 – Junio 2025

A raíz del sismo ocurrido el Día del Padre, se ha reactivado el debate en torno a la vulnerabilidad de las edificaciones en el país. Esta situación ha puesto nuevamente en evidencia la profunda diferencia entre la construcción formal y la informal en el Perú. La construcción informal representa aproximadamente el 70% de las unidades habitacionales producidas a nivel nacional, pero su valor económico solo alcanza el 25% del total, lo que contrasta significativamente con el 30% de viviendas formales que, sin embargo, concentran el 75% del valor del mercado inmobiliario. Esta brecha no solo refleja una disparidad económica, sino también un serio problema de seguridad, ya que las viviendas informales son las que presentan mayor riesgo ante fenómenos naturales como sismos, inundaciones e incluso erupciones volcánicas. Las viviendas ubicadas en zonas no aptas para la edificación, diseñadas sin criterios técnicos y construidas empíricamente con materiales de baja calidad, representan un peligro real y permanente para el patrimonio y la vida de las familias peruanas.

La informalidad y la ilegalidad que se han extendido en el crecimiento urbano ha sido alarmante; se estima que el 93% de la expansión de las ciudades se ha producido a través de invasiones de tierras y habilitación urbana informal. La reciente muerte de un ciudadano como consecuencia del colapso de un muro mal construido ilustra las consecuencias trágicas de esta situación. Ya en 2009, tras el terremoto de Pisco, un estudio encargado por INDECI al Centro de Prevención de Desastres, con financiamiento de la cooperación suiza, concluyó que un sismo de igual magnitud en Lima podría causar la muerte de más de 51 mil personas, herir a más de 686 mil, colapsar 200 mil viviendas y dejar gravemente dañadas a otras 348 mil, muchas de las cuales deberían ser demolidas. Esto representaría la pérdida de aproximadamente el 20% del parque habitacional de Lima, lo que confirma que el riesgo es inmenso y que su mayor concentración se encuentra en zonas de alta informalidad, como Lima Este, Norte y Sur.

Entre 2008 y 2020 se construyeron 570 mil viviendas informales en Lima, lo que representa el 67% de toda la edificación en ese periodo, y el 86% de estas se ubicaron en zonas periféricas de la ciudad. Esta situación pone en evidencia que la apuesta por la formalidad no solo es una necesidad económica, sino también un imperativo de seguridad y protección del patrimonio familiar. Las familias más vulnerables tienen en sus viviendas su principal activo, y por ello las amplían progresivamente, aunque muchas veces sin los estándares técnicos mínimos.

Para enfrentar esta realidad, es indispensable producir 200 mil viviendas formales al año durante los próximos 20 años. Actualmente, el país produce cerca de 60 mil unidades en un buen año, lo que está lejos del objetivo requerido. Alcanzar esta meta demanda que el Estado reconozca a la política de vivienda como una prioridad nacional, al mismo nivel que la educación, la salud o la protección social. Es urgente establecer una hoja de ruta clara, con plazos definidos y condiciones habilitantes para llegar a producir ese número de viviendas. Si cada año se construyeran 30 mil nuevas unidades habitacionales, aproximadamente 120 mil peruanos dejarían de recurrir a la informalidad, reduciendo así la magnitud de los pérdidas humanas y materiales en caso de sismos.

A su vez, es necesario eliminar las barreras que restringen la oferta formal de vivienda, evitar decisiones administrativas contraproducentes —como excluir determinados rangos del programa Mivivienda del ámbito de la vivienda social— y comprender que restringir la producción habitacional en estos segmentos condena a muchas familias a opciones de baja calidad. Un estudio realizado por CAPECO han demostrado que, sin modificaciones legales complejas y manteniendo los niveles de inversión ya alcanzados, se podría haber reducido la informalidad en Lima de 67% a 53% entre 2008 y 2020.

Asimismo, se debe trabajar para diversificar las soluciones habitacionales, para atender tanto el déficit cualitativo como el cuantitativo. Para este último objetivo es necesario impulsar la producción de viviendas nuevas. Es indispensable convencer a los hogares que actualmente optan por la informalidad de que existen alternativas accesibles y seguras. En ese sentido, programas como Techo Propio bajo la modalidad de adquisición de vivienda nueva deben multiplicar su capacidad. En su mejor momento, a través de esta modalidad ha producido apenas 10 mil viviendas al año, cuando la demanda real requiere al menos 60 mil. Para ello, se necesita disponibilidad de suelo, acceso a agua, incremento de subsidios, simplificación administrativa, seguridad en obras y mayor innovación en los procesos constructivos. Todo esto debe estar respaldado por una adecuada planificación urbana, tarea en la que el Ministerio de Vivienda debe asumir un rol protagónico.

Sobre este último tema, es preciso señalar que, si las municipalidades no tienen capacidad o carecen de voluntad para planificar el territorio, el Gobierno Nacional debe intervenir de forma similar a como lo hizo con COFOPRI para la regularización de la propiedad. Asimismo, es fundamental crear un Operador Público de suelo que administre terrenos estatales y de comunidades campesinas, y que pueda ponerlos en el mercado para que el sector privado promueva proyectos de vivienda formal.

Para quienes ya han accedido a un terreno y poseen título de propiedad, es esencial fortalecer la modalidad de Construcción en Sitio Propio del Programa Techo Propio. CAPECO, junto con la Asociación Peruana de Entidades Técnicas, han propuesto un Plan Integral para el fortalecimiento de esta modalidad, que incluye garantizar la supervisión municipal —lo que es más urgente porque, en general, estos proyectos se localizan en distritos emergentes, con pocas capacidades técnicas— y otorgar créditos hipotecarios o de otro tipo adaptados a este segmento. Esto permitiría construir viviendas de hasta 70 m², evitando así que las ampliaciones se realicen sin asistencia técnica, generando nuevamente informalidad.

Para la población en situación de pobreza extrema que no cuenta con servicios públicos en las zonas donde viven, de deben buscar soluciones técnicas innovadoras, pero además optimizar la gestión de las empresas prestadoras de servicios, mejorando su gobernanza, sincerando tarifas y pasando a un esquema de subsidios directos a quienes no pueden pagarlas. En cuanto a las soluciones innovadoras, es necesario fortalecer el programa de Mejoramiento Integral de Barrios. Los programas de emergencia, como los que desarrolla SEDAPAL o – más recientemente – la Municipalidad Metropolitana de Lima son apenas paliativos, que no resuelven los problemas de fondo y no son sostenibles.

El verdadero problema del agua en el país es estructural, y su origen está estrechamente relacionado con la expansión desordenada de las ciudades y la persistente informalidad. Si los recursos invertidos en programas de emergencia hubiesen sido destinados a soluciones integrales y planificadas, la proporción de población sin acceso al agua se habría reducido sustancialmente. Resulta especialmente grave que se intente institucionalizar estas medidas de emergencia a través de proyectos de ley que las conviertan en políticas permanentes, lo que implicaría aceptar como inevitable la falta de redes domiciliarias de saneamiento.

Esta postura resulta aún más preocupante porque la eficiencia en la inversión pública y la sostenibilidad del sistema de servicios básicos deberían ser prioridades. Convertir una respuesta de emergencia en una política estructural dificulta la superación de la pobreza e impide a las familias mejorar su calidad de vida. Tal como ocurre con otros programas asistencialistas, estas estrategias, si bien bienintencionadas, se transforman en mecanismos que mantienen a las personas en condiciones de exclusión durante décadas.

En ciertas zonas de Lima, el costo de una conexión domiciliaria de agua puede incluso superar el valor de una vivienda de interés social, lo que deviene en una situación insostenible. En lugar de afrontar el problema desde su raíz, se opta por regalar agua. Sin embargo, la mayoría de las personas desea pagar un precio justo por el servicio. Solo quienes carecen de recursos deberían ser subsidiados, de forma parcial o total. Subsidiar de manera indiscriminada, incluso a quienes tienen capacidad de pago, es una práctica que pone en riesgo la viabilidad de las empresas prestadoras de servicios de saneamiento.

Actualmente, los usuarios pagan apenas una fracción del costo real del servicio de agua y desagüe. Esta distorsión se debe, en parte, a la negativa de muchas autoridades locales (que gestionan las EPS) a sincerar las tarifas por temor a perder respaldo político. El resultado es que estas empresas operan en condiciones de insolvencia, arrastrando con ello a todo el sistema de infraestructura sanitaria. Esta práctica es insostenible y requiere una revisión urgente. Los ciudadanos con capacidad económica deben pagar lo que realmente cuesta dotarles del servicio, y, además, contribuir solidariamente con una tarifa adicional destinada a financiar el acceso al agua de quienes hoy no lo tienen.

La falta de voluntad para asumir estos cambios tiene también raíces políticas. El Congreso, según se ha señalado, muchas veces produce normas sin efectuar previamente un análisis técnico adecuado y sin una visión de largo plazo. Esta tendencia se acentúa en los períodos electorales, cuando es mayor la urgencia de ejecutar presupuestos. Ante este panorama, se hace indispensable establecer un pacto político y social, un compromiso institucional que trascienda los ciclos políticos y establezca metas, objetivos y estrategias coherentes en materia de vivienda, desarrollo urbano y provisión de servicios básicos.

Las decisiones sobre estas materias deben partir de un diagnóstico realista de la situación existente, y cualquier modificación normativa debe ser fruto de un debate amplio, técnico y fundamentado. No es viable seguir creando nuevos programas y normas sin antes revisar lo que ya se ha implementado. Esta práctica ha llevado incluso a conflictos constitucionales entre diferentes niveles de gobierno y a la proliferación de proyectos mal diseñados en zonas urbanas, rurales o de expansión, sin criterios de planificación territorial.

En un momento en el que el país comienza a mostrar signos de recuperación, es contraproducente obstaculizar los avances con iniciativas improvisadas. La gestión eficiente del agua no es solo una cuestión técnica o económica, sino una expresión concreta de equidad social y de responsabilidad con las futuras generaciones. La solución no puede ser resignarse a administrar la emergencia; es necesario construir un modelo de gestión sostenible, que promueva la inclusión y la competitividad.

Como se aprecia, la informalidad urbana y la debilidad institucional no solamente son barreras para el crecimiento del sector construcción, sino que representan una amenaza directa a la seguridad de millones de peruanos. Frente a ello, urge una política de Estado sostenida en el tiempo, articulada entre todos los niveles de gobierno y respaldada por el compromiso del sector privado y de la sociedad civil. El futuro de nuestras ciudades y la vida de sus habitantes depende de ello.

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